Carta de amor de Richard Wagner a Mathilde Wesendock
¡No! ¡No te arrepientas nunca de aquellas caricias con que
embelleciste mi pobre vida! ¡No conocía estas flores deliciosas que brotaban
del suelo purísimo del más noble amor! Lo que soñé como poeta tuvo que
realizarse alguna vez tan maravillosamente; este roció delicioso que reconforta
suavemente y transfigura tuvo que caer alguna vez sobre el suelo vulgar de mi
existencia terrestre. No lo había esperado nunca, y sin embargo es como si lo
hubiera sabido. Ahora estoy ennoblecido: he sido elevado al supremo rango.
Sobre tu corazón, en tus ojos, de tus labios, fui liberado del mundo. Cada
pulgada de mi cuerpo es ahora libre y noble. ¡El saberme amado por ti tan plenamente,
tan dulce y, sin embargo, tan castamente, me hace temblar de desagrado pavor
ante mi propia gloria! Ay, aún lo respiro, aquel mágico perfume de las flores
que recogiste en tu corazón para mí: no fueron brotes de vida; así exhalan su
perfume las flores milagrosas de la muerte celestial, de la vida eterna. Así
adornaron, en tiempos lejanos, el cadáver del héroe antes de convertirlo en
cenizas divinas; en esa tumba de llamas y fragancias se precipito la amante
para unir sus cenizas con las del amado. ¡Entonces fueron uno! ¡Un solo
elemento! ¡No dos seres vivientes: una misma materia divina para la eternidad!
¡No! ¡Nunca te arrepientas! ¡Aquellas llamas ardieron
luminosas, puras y claras! No la ensució nunca el sombrío incendio ni el humo
impuro ni los vapores de angustia y aureolada como para nosotros, por lo cual
nadie puede conocerla.
Tus caricias… son la corona de mi vida, las deliciosas rosas
que florecen de la guirnalda de espinas con que estuvo adornada mi cabeza. ¡Ahora
me siento orgulloso y feliz! ¡Sin deseo, sin apetencia! ¡Goce, suprema
conciencia fuerza y capacidad para todo, para afrontar cualquier tempestad de
la vida! ¡No! ¡No! ¡No te arrepientas! ¡No te arrepientas! ¡Nunca!
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