Charles Baudelaire a María
Señora, ¿Será posible que yo no
pueda volver a verla? Esta es para mí la cuestión importante, pues he llegado a
tal punto que su ausencia es para mi alma inmensa privación.
Cuando supe que usted renunciaba
a servir de modelo y que involuntariamente era yo la causa de ello, sentí una
tristeza extraña.
He querido escribirle, a pesar de
que soy muy poco partidario de escrituras. Nos arrepentimos casi siempre de
haber escrito. Pero yo nada temo, puesto que he adoptado el partido de
entregarme a usted para siempre.
¿Sabe que nuestra larga
conversación del jueves fue muy singular? Esa conversación es la que me ha
dejado en un estado nuevo y la que motiva esta carta. (…)
De todas estas confesiones ha
resultado un hecho singular, y es que para mí usted no es sencillamente una
mujer a quien se desea, sino una mujer a quien se ama por su franqueza, por su
pasión, por su juventud, por su lozanía y por su locura.
He perdido mucho con estas
explicaciones, pues su actitud fue tan decidida que tuve que someterme
inmediatamente; pero, señora, ha ganado, en cambio, mucho con esto: Me ha
inspirado respeto y una estimulación profunda. Sea siempre así y conserve esa
pasión que la hace tan bella y tan dichosa.
Vuelva, se lo suplico, y me haré
dulce y modesto en mis deseos. Merecería ser despreciado por usted cuando le
respondí que me contentaría con algunas migajas. Mentía. ¡Oh, si supiera cuán
bella estaba aquella tarde!
No trato de hacerle cumplidos, al
contrario…¡Eso es tan vulgar!...Pero sus ojos, su boca, toda su persona
viviente y animada pasa ahora ante mis ojos cerrados y sé bien que esto es
definitivo.
Regrese, se lo suplico de
rodillas: no le digo que me encontrará sin amor; pero no puede impedir, sin
embargo, que un espíritu vague en torno de sus brazos, de sus manos tan bellas,
de sus ojos, donde toda la vida suya está reconcentrada, de toda su adorable
persona carnal; yo sé que no puede impedirlo; pero esté tranquila; usted es
para mí un objeto de culto y me es imposible mancillarla; yo la veré siempre
tan radiante como antes. ¡Toda su persona es tan buena, tan hermosa, tan dulce
de respirar! Es para mí la vida y el movimiento, no tanto (precisamente) a
causa de la rapidez de sus ademanes y del lado violento de su naturaleza como
por sus ojos, que solo pueden inspirar al poeta un amor inmortal. ¿Cómo decirle
hasta qué punto amo sus ojos y cuánto aprecio su belleza?
Posee gracias contradicciones que,
sin embargo, no se contradicen: Tiene la
gracia del niño y de la mujer…
¡Oh, créame, se lo digo desde el
fondo de mi corazón; Es una adorable criatura y la quiero profundamente! Un
sentimiento virtuoso que me une para siempre a usted.
A despecho de su voluntad, usted
será en adelante mi talismán y mi fuerza. La quiero, María, es irremediable:
Pero el amor que siento es el del cristiano hacia su Dios; no dé jamás un
nombre terrestre y tan frecuentemente vergonzoso a este culto incorpóreo y
misterioso, a esta suave y casta atracción que une mi alma a la suya, a
despecho de su voluntad. ¡Eso sería un sacrilegio!...
Yo estaba muerto, y me ha hecho
renacer. ¡No sabe todo lo que le debo! He gozado en su mirada de ángel alegrías
ignoradas; sus ojos me han iniciado en la dicha del alma. En lo sucesivo será
mi única reina, mi pasión y mi belleza; usted es la parte de mí mismo que una
esencia espiritual ha formado. Por usted, María, seré fuerte y grande; como
Petrarca, inmortalizaré a mi Laura. Sea mi ángel guardián, mi musa, mi madona y
condúzcame por el camino de la belleza.
Dígnese responderme una sola
palabra, se lo suplico, una sola. En la vida de cada uno hay horas dudosas y
decisivas, en las que un testimonio de amistad, una mirada, un arañazo
cualquiera puede empujarnos hacia la imbecilidad o la locura. Le aseguro que
estoy en ese momento crítico. Una palabra suya será la cosa bendita que se mira
y se aprende de memoria. ¡Si supiera hasta qué punto es amada! Vea, me postro a
sus pies; una palabra, dígame una palabra… ¡No, no la dirá!
Dichoso, mil veces dichoso, aquel
a quien elija entre todos, ¡usted, tan llena de prudencia y de bondad, tan
deseable: Talento, ingenio, corazón! ¿Qué mujer podrá reemplazarla nunca?...No
me atrevo a solicitar una visita, no me la concedería. Prefiero esperar.
Esperaré años enteros, con
absoluto desinterés, se acordará entonces de que empezó por maltratarme y
confesará que ha cometido una mala acción.
En fin, no puedo rechazar los
golpes que a un ídolo le plazca darme. A usted le place ´ponerme a la puerta, y
a mí me place adornarla. Estamos en paz.
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