lunes, 5 de marzo de 2012

"No se debe ser tacaño con el amor"




Martha Bernays no fue solo una “gran mujer” que vivió a la sombra de un “gran hombre” más de medio siglo sino que además siempre fue desplazada de su posición en la vida de su esposo por alguien más: los compañeros de profesión de Freud, sus discípulos, su propia hermana Minna, quien era la secretaria de él y hasta su hija menor Anna, también sicoanalista y compañera inseparable del padre. Sin embargo, lo amaba como nadie lo hizo y sin comprenderlo bien (En una ocasión comentó: "Debo confesar que, si no supiera con cuánta seriedad trabaja mi marido, creería que el psicoanálisis es una especie de pornografía".) le dio apoyo, inspiración y estabilidad tanto en tiempos de estrechez como de gloria.
«Mi madre jamás ha creído en el psicoanálisis: sólo creía en mi padre». Anna Freud


Por él, abandonó sus intereses personales, la literatura y la poesía. Por él, se dedicó por entero a la crianza de los seis hijos (tres de cada sexo) que tuvieron, todos en un plazo de ocho años. Por él, se ocupó de todo lo relacionado con el hogar para darle libertad y tiempo. Poco después de la muerte de su esposo, escribió a un amigo: "Es un débil consuelo tomar conciencia de que, en cincuenta y tres años de matrimonio, nunca hubo palabras desagradables entre nosotros, y que siempre me he esforzado, en la medida de lo posible, por mantenerlo al margen de las pequeñas miserias de la vida cotidiana. Ahora mi vida ha perdido sentido y todo contenido"


Martha conoció a Sigmund Freud en la casa de éste. Había sido invitada a una cena ya que su hermano estaba comprometido con la hermana de él. Freud, que por lo general cenaba solo en su cuarto, al verla, decidió sentarse a la mesa y desde entonces supo ella sería su compañera en la vida.  “Aquella chica, sentada a la larga mesa, hablaba con un encanto sorprendente mientras pelaba manzanas con sus pequeños dedos; desde ese día creo en los milagros”.

Proveniente de una familia de intelectuales y revolucionarios destacados judíos, Martha fue educada de manera estricta, bajo la autoridad de su madre, muy similar a esas madres descritas por Freud en los “Estudios sobre la histeria”. Siempre estuvo opuesta a la relación de su hija con ese judío sin clase, pobre y para colmo, ateo. Cuando se dio cuenta de que el noviazgo iba en serio, se llevó a vivir a su hija a Viena. Pero el noviazgo duró cuatro años, podría decirse que por correspondencia. Miles de cartas han sido guardadas por los herederos (se escribían a diario, y a veces, dos o tres veces al día), ya que solo se ha permitido publicar un centenar de las mismas.

Para casarse con Martha, abandonó sus estudios de medicina, y en el 1886 abrió un gabinete neurológico, donde profundizó en el psicoanálisis. Freud acepto casarse por lo judío pero luego, por mutuo acuerdo, sacaron el tema religioso de sus vidas.

Vivieron un matrimonio tranquilo, sin subirse la voz ni faltarse el respeto. Una de sus biografías menciona que Freud se quejaba de que Martha suprimiera su agresividad natural y no manifestara sus sentimientos y emociones aunque en realidad lo agradecía. Pero añade que en el fondo Freud lo prefería así pues “como trataba tanto con la ira y la rabia del mundo a través de sus pacientes, necesitaba mantener la ilusión de que no la hubiese en su propia casa. Martha tenía que ser mejor que el resto”.(Behling-Fisher) 



En el 1886, Minna, hermana de Martha pierde a su prometido, Ignaz Schönberg, a causa de la tuberculosis. Ella permanece soltera y cuando nace su sobrina Anna, se muda con Martha para ayudarla en la crianza de los seis niños. Vivirá con ellos cuarenta y dos años y se convertirá en la secretaria personal de Freud. Minna lo admiraba, le apasionaban los temas que Martha consideraba inmorales, compartían estudio, trabajo y viajes, mucho más que con la misma Martha, relación que algunos interpretaron como más allá de fraternal. La única evidencia (descubierta en el 2006) de que pudo haber habido un romance entre ellos es un registro del 1898 en el que aparece la firma de Freud “y esposa” en un hotel suizo donde se había hospedado con su cuñada. En vida de los tres, nunca pasó de un mero rumor callejero y Freud mantuvo su fama de “monógamo en un grado muy inusual". "Su esposa fue, sin duda, la única mujer en la vida amorosa de Freud, y fue lo primero antes de cualquier otro mortal”. (Ernest Jones, biógrafo)


Desde el 1923, cuando se le diagnostica a Freud cáncer en el paladar, Martha y Anna no vuelven a separarse de él. Dieciséis años y más de treinta operaciones después, Freud se da cuenta de lo avanzado de su caso cuando ve que su propio perro lo rehúye por su aliento. Le recuerda a su doctor el pacto que habían hecho tiempo atrás: no permitiría que la vida se le convirtiera en una tortura ni que perdiera la dignidad de su espíritu. Sin decirle nada a su esposa y tras convencer a su hija Anna, pide que le inyecten varias dosis graduales de morfina. Muere el 23 de septiembre de 1939. Martha escribe a sus parientes notificando su muerte e indicando que lo importante era que él había estado, hasta el último de sus días en plenas facultades mentales. En la misma carta daba gracias por la vida disfrutada a su lado y por todo lo que había podido hacer por él para que se convirtiera en lo que fue: el padre del sicoanálisis y arqueólogo de la mente humana. 



Martha falleció en el 1951, a los noventa años.  Fue cremada, como Freud y sus cenizas depositadas en la misma urna, para que como en vida, permanecieran juntos por siempre.


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18 de agosto de 1882


“¡Oh mi querida Marty, qué pobres somos! Imagina que anunciásemos al mundo nuestro proyecto de compartir la existencia y que el mundo nos preguntara: cuál es vuestra dote? Nada, aparte de nuestro mutuo amor.¿Nada más? Se me ocurre que necesitaríamos dos o tres pequeñas habitaciones para vivir, en las que pudiésemos comer y recibir a un huésped, y una estufa donde el fuego para nuestras comidas nunca se extinguiese.¡Y la cantidad de cosas que caben en una habitación! Mesas y sillas, camas y espejos, un reloj para recordar a la feliz pareja el trascurso del tiempo, un sillón en el que soñar felizmente despierto durante media hora, alfombras para ayudar al ama de casa a mantener limpios los suelos, ropa blanca atada con bellos lazos en el armario y vestidos a la última moda, y sombreros con flores artificiales, cuadros en la pared, vasos de diario y otros para el vino, y para las fechas señaladas, platos y fuentes, una pequeña alacena por si nos viéramos súbitamente atacados por el hambre o por una visita, y un enorme manojo de llaves con ruido tintineante. Y habrá muchas cosas de las que podremos disfrutar, como los libros, y la mesa donde tú coserás, y la hogareña lámpara. Y todo debe ser mantenido en buen orden, pues en caso contrario el ama de casa, que ha dividido su corazón en pequeños pedazos, uno por cada mueble, comenzará a salirse de sus casillas. Y tal objeto atestiguará el serio trabajo sobre el que se basa la unidad del hogar, y tal otro dará testimonio del placer que nos depara la belleza, o evocará a los amigos queridos que a uno le gusta recordar, o a las ciudades que uno ha visitado, o a las horas que uno rememora con placer. Y todo este pequeño mundo de felicidad, de amigos intangibles y de concreciones de los más elevados valores humanos, pertenece todavía al futuro. Ni siquiera se han puesto los cimientos de la casa y no existen hoy sino dos pobres criaturas humanas que se quieren con delirio.


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